martes, 22 de diciembre de 2015

La contienda entre los dos reyes

1. Entre Babilonia y Jerusalén no hay paz posible, sino guerra continua. Ambas tienen su rey respectivo. El de Jerusalén es Cristo el Señor; el rey de Babilonia es el Diablo. Y si al primero le complace reinar en la justicia, al otro siempre en la malicia. El rey de Babilonia intenta seducir por medio de sus emisarios, los espíritus inmundos, a los ciudadanos de Jerusalén y traerlos a Babilonia para hacerlos esclavos de la iniquidad y malhechores. Pues bien: aconteció que un centinela, el espíritu de Misericordia, observó que alguien se llevaba a uno de sus ciudadanos por las almenas de las murallas de Jerusalén; y dio parte al rey sobre el nuevo rehén de Babilonia.

El rey de Jerusalén hizo comparecer al espíritu de Temor, soldado avezado en este tipo de operaciones, y le dijo: «Vete y libera a nuestro rehén». Y él, que siempre acogía cualquier orden, persiguió raudo a los enemigos, y los alcanzó. Y oyeron de repente un ruido como de viento impetuoso. Pues el Temor tronó sobre ellos; y ante su voz poderosa se resintió todo el vigor de los enemigos, que se dieron a la fuga. El Temor dejó de perseguir a sus enemigos, pero recuperó a su ciudadano arrebatado y lo reconducía a su ciudad. Sin embargo, un adversario, el espíritu de Tristeza, no pudo presenciar la intervención del Temor. Y al ver que sus compañeros huían en desbandada, salió rápido de las emboscadas que lo ocultaban. Ellos le dijeron: «El Temor nos ha hecho este entuerto y nos ha cubierto de oprobio». Pero la Tristeza replicó: «No os preocupéis de ese Temor; yo sé lo que se debe hacer. Marcharé y seré un espíritu embaucador en los recodos del camino, disimulando ser amigo del Temor. Conozco a ese hombre; no podemos atacarlo con violencia, sino con engaño. Vosotros aguardad al final». Hizo lo dicho. Y marchando a través de atajos, se adelantó al Temor. Luego se volvió hacia atrás por el camino que seguía el Temor. Se hizo el encontradizo y entabló con él conversación amable, pero perversa, hasta que llegó a seducirle. El Temor, ignorante, le seguía de buena fe. Estaba ya a punto de arrojarlo a la sima de la desesperación. En esto un centinela contó lo sucedido al rey. Y el rey ordenó inmediatamente que compareciese uno de sus soldados, la Esperanza. Y la envió con el caballo del deseo y la espada de la alegría en auxilio urgente del Temor. El fiel estratega acató la orden del rey. Y nada más llegar al lugar, empuñó la espada de la alegría y puso en fuga a la Tristeza. Así liberó al ciudadano, lo hizo montar en el caballo de los deseos y yendo por delante de él lo guiaba con las riendas de las promesas. Mientras, el Temor, por detrás, lo espoleaba con un látigo hecho con ramales de los pecados.

2. Avanzaba a buen trote el caballo, unas veces espoleado, otras coaccionado. Pero se corría el riesgo de que en aquella carrera tan veloz cayera en el asalto. Entre tanto, los soldados de Babilonia se reunieron en consejo y se decían: «¿Qué hacemos? Ved cómo se nos escapa el que ya era casi nuestro. ¡Cómo se han vuelto llanto los aplausos del infierno! Sólo dos soldados han alegrado el cielo liberando a un ciudadano suyo. ¿Cómo se desvaneció la astucia del engaño diabólico?». Entonces uno de ellos, aventajado en perversidad, porque era el que tramaba toda esta acción, propuso un plan siniestro: «No entendéis nada ni se os ocurre nada: ahora es más fácil hacernos con él. Y si lo prendemos, difícilmente podrá escapar. Vosotros lo perseguís de lejos. Yo me transformaré en ángel de luz para engañar con falsas orientaciones a quienes desconocen el camino, porque son forasteros y emigrantes». De este modo concertaron la celada. Pero un centinela anunció a nuestro rey que se acercaba un hombre con una rapidez insólita, montando el caballo del deseo, pero sin silla ni brida, y añadió: «Le siguen de lejos los enemigos. Otros ya envejecidos en crímenes se adelantan por atajos. Y ahora veo a uno que resplandece como cualquiera de nuestro ejército, pero no viene de nuestra parte. Es urgente que alguien le pregunte si es un enemigo o es de los nuestros.

3. Entonces el rey, preocupado siempre por el bien de las almas, le envía dos de sus consejeros, la Prudencia y la Templanza. La Templanza pone a su caballo la brida de la discreción y persuade a la Esperanza que proceda con la máxima moderación. La Prudencia, por su parte, reprende al Temor, acusa su torpeza y le advierte para el futuro. Pone al caballo la silla de la cautela, para que no se caiga el jinete por detrás y disponga del apoyo dorsal en la confesión de los pecados; como apoyo delantero, la meditación del juicio; a la izquierda, el soporte de la paciencia, y a la derecha, la humildad. La Esperanza y el Temor le proporcionan espuelas: la Esperanza para el pie derecho con la espera del premio; el Temor para el izquierdo con el miedo al castigo.

4. Con estas demoras se hace tarde; el día ya está cayendo. De nuevo se juntan los enemigos en chusma para luchar contra ellos. El Temor siente miedo; la Esperanza se agita; al final la Templanza consigue que escuchen el consejo de la Prudencia, que les hace estas consideraciones: “Veis que el día está avanzado y a noche se echa encima; el que camina en las tinieblas no sabe hacia dónde va. Aún nos queda mucho camino y es considerable el número de enemigos. No obstante, contamos con un soldado fidelísimo a nuestro rey, la Justicia. Yo la conozco bien; ha levantado el campamento muy cerca de nosotros y dispone de una morada muy sólida, porque puso sonido en la roca. Acerquémonos allí si os parece, porque estaremos seguros allí.» Esto satisfacía a todos y buscaban un guía para el camino. Dijo la Prudencia: «La Razón es mi paje; irá adelante de nosotros. Conoce los caminos y tiene gran familiaridad con la Justicia, porque son de la misma estirpe. La Razón irá en cabeza y los demás detrás». La Razón llegó la primera, saludó a la Justicia y anunció que se acercaban unos huéspedes. Pregunta la Justicia quiénes son, de dónde proceden y a qué vienen. Nada más conocer la situación, se levantó con el rostro radiante y corrió con panes hacia los que venían huyendo. Salió a su encuentro, como una madre honorable bajó del caballo al alma, la acogió e introdujo a la todavía amedrentada en el interior de su casa.

5. Detrás viene el ejército enemigo y asedia el campamento como un león buscando a quién devorar, y pretende abrirse por todas partes un paso franco. Pero se encuentra con una solidísima fortificación. Plantan las tiendas y ordenan la vigilancia para impedir cualquier entrada o salida. Esperan el amanecer para asaltar las murallas con las máquinas ya preparadas y abalanzarse luego en el interior. Entre tanto, el Temor, estimulado por el espanto, no se entrega a la desidia ni a la seguridad, sino que anima a sus compañeros de armas y va a tratar con la Justicia sobre los atrincheramientos del lugar. Le pregunta por la calidad de sus armas y la suficiencia de avituallamientos. A lo cual responde la Justicia: «El emplazamiento, como podéis ver, es rocoso e inaccesible. No hay que temer el asalto de los ejércitos ni las enemigas máquinas de guerra. Por la aridez del lugar y la escasez de habitantes estamos acostumbrados a un frugal sustento; nos basta un pan seco de cebada. Por ahora tenemos cinco panes de cebada y dos peces». Pero el Temor replica: ¿Y qué es eso para tantos?» La angustia y el pesar le abruman cada vez más, y reprende al alma por haber bajado del caballo del deseo. Recuerda aquello de que el final de aquel hombre resulta peor que el comienzo. Porque el caballo que dejó corría veloz y sin parar hacia la ciudad; ahora, en cambio, se siente sometido a las órdenes de la Razón, y piensa: «Considera si tu anterior situación no era mejor que la actual».

6. Poco faltaba ya para que el Temor se alzara contra la Esperanza, que manifestaba criterios opuestos. Entonces la Templanza llamó a la Prudencia. Acude ésta y reprueba el pánico del Temor con estas palabras: «Tienes que dirigir tus armas, oh Temor, contra tus enemigos. ¿Ignoras que nuestro rey es rey de los ejércitos; el Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra? Enviadle un mensajero que le exponga las necesidad de los suyos, que recabe ayuda, que traiga un salvador». Pero el Temor replica: «¿Quién puede acudir? Las tinieblas cubren la tierra, y una vigilante muchedumbre de enemigos asedia las murallas; además nosotros desconocemos el camino porque estamos en un país lejano». Llaman entonces a su intercesor, la Justicia, y le dicen: «Si algo puedes, ayúdanos». Ella contesta: «Ánimo, amigos, yo tengo un mensajero muy fiel y muy conocido del rey. Es la Oración, que en lo profundo del silencio nocturno, por unos senderos recónditos que conoce, se introducirá en el cielo y se presentará en la alcoba del rey; impetrará como acostumbra con súplicas humildes el auxilio para los que se fatigan agobiados. Ella puede ir si le parece, porque está disponible». Y todos a una voz respondieron: «Que vaya». Entonces la Prudencia, aconsejada por la Justicia, sugiere a la Oración las instrucciones oportunas, para que exponga confiadamente al rey la situación y no vuelva vacío. Todos insisten, sobre todo el Temor, en que marche lo antes posible. Y le facilitan la salida por unas cancelas secretas de la muralla. Atravesó confiadamente las formaciones de los enemigos más rauda que un ave, y en un instante, en un abrir y cerrar los ojos, llegó a las puertas de la nueva ciudad de Jerusalén. Las encuentra cerradas. Llama a los porteros y se molestan porque el silencio más profundo de la noche fuera perturbado por aquellas voces, sin tener siquiera en cuenta la importunidad de molestar al mismo rey. Pero insistía llamando, gritando más fuerte aún: «Abridme las puertas del triunfo, para hablar al Señor rey con voz potente, porque se multiplican mis preocupaciones que anidan en mi corazón». Y añade: «Esta es la puerta de mi rey; la Justicia me envía a vosotros para que me llevéis a presencia del rey, porque tengo unos secretos muy urgentes que comunicarle». A estos gritos de la Oración el rey se despertó y dijo a su guardia: «El arrullo de la tórtola se deja oír en los campos».


7. Y en cuanto supo que era un mensajero de la Justicia, dio la orden de que lo introdujeran. Cuando la Oración penetró en la mansión del rey, se postró para adorarlo y dijo: «Viva el rey por siempre». El respondió al saludo: «¿Todo le va bien a tu señor y a los suyos?» Y la Oración: «Bien, señor mío, por tu gracia. Solo una cosa se necesita. Aquel criado nuestro ha sido arrancado de los cuernos del búfalo, conforme a la orden del rey; está bajo la protección de su leal soldado y de mi señor. Pero, Señor mío, aquella tierra del sur es secano y no da fruto. Que el Señor dé la bendición y nuestra tierra dará su fruto. Los enemigos están agrupados en masa para combatir contra nosotros, y no sabemos lo que debemos hacer, etc. Auxílianos en la tribulación, porque nadie lucha en favor nuestro sino tú, Dios nuestro. Mira, aquel a quien tu mano arrancó con fuerza de los jefes que dominan estas tinieblas, grita a ti con todo el corazón, con muchos suspiros, con llantos y lágrimas, para que le envíes protección desde el santuario. Escucha, Señor; perdona, Señor; atiende y actúa; envía al salvador y defensor, para que no digan los enemigos: «¿Dónde está su Dios?»; ni arrebaten al que arrancó tu diestra, y sea así la última presa peor que la primera. ¿Qué ganas con su muerte si baja a la fosa? Líbralo, Señor, para que dé gracias a tu santo nombre y para que su gloria  sea alabarte; porque en el reino de la muerte no te invocará». El rey, bueno por naturaleza, conmovido con estas palabras, dice: «¿Y a quién enviaremos?». La Caridad responde: «Aquí estoy, Señor, mándame». Pero el rey deseaba que le acompañaran otros también. La Caridad dijo que le bastaban sus propios familiares. Salió por eso sola, acompañada de su noble comitiva: el gozo, la paz, la paciencia, la entereza, la benignidad, la bondad y la mansedumbre. Así rodeada, avanza como insigne general seguro de la victoria, y enarbolando la enseña del triunfo atraviesa la primera y la segunda guardia de los enemigos. Nada más llegar a la puerta, se le abre sola. A su aparición estalla el júbilo en la fortaleza. En su acceso de alegría vociferan y claman hasta alzarse un clamor que aterroriza los campamentos de los sitiadores. Y se preguntan: «¿Qué significa esa algarabía de júbilo que retumba entre los hebreos? Eso no sucedía ayer ni anteayer. Huyamos, pues, de los israelitas, porque Dios combate por ellos en contra de nosotros». Mientras tanto, la Caridad, que no soporta tardanzas, manda formar el ejército, levantar las puertas y perseguir a los enemigos, diciendo abiertamente: «Marcharé hasta las puertas del abismo». Y así, a un solo ademán, avanza todo el ejército de la caridad; los babilonios no pueden defenderse y huyen sin poderse salvar. Caen mil del lado izquierdo de la Templanza y diez mil del lado derecho de la Prudencia. El Temor mata a mil; y la Caridad a diez mil.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Las tres hijas del rey

1. Un rey noble y poderoso tenía tres hijas: Fe, Esperanza y Caridad. Y les confió una importante ciudad, el alma humana, con tres alcázares: el apetito racional, el concupiscible y el irascible. Cada hija ocupaba su alcázar correspondiente: la Fe, el primero; la Esperanza, el segundo; la Caridad, el tercero. Encomendó a la Fe la responsabilidad sobre el apetito racional, porque la fe no tiene mérito si la razón humana le facilita la prueba de la experiencia. A la Esperanza la del apetito concupiscible, porque no está permitido codiciar lo que vemos, sino lo que esperamos, y la esperanza de lo que se ve, ya no es esperanza. A la Caridad, la del apetito irascible, como un ardor se impone a otro, para que el ardor de la virtud supere al ardor de la naturaleza; mejor aún: para que el ardor natural llegue a consumirse por el ardor de la virtud.

Nada más entrar las hijas en sus respectivos alcázares, comienzan a ordenarlos y administrarlos, según sus capacidades. La Fe pone a la Prudencia como centinela en su casa de la racionalidad, para que se mantenga en ella su derecho y encauce a la razón según las normas y límites establecidos por la misma Fe. Sin embargo, para facilitar la administración y la buena dirección de la baja familia de las obras y de los sentidos, le da como asistente la Capacidad de Gobierno. Y con el fin de desenvolverse con tranquilidad en la casa, le agrega la Obediencia. Y a su vez, para que la Obediencia tuviera mayor facilidad y aguante en las obras y en el trabajo, le añade la Paciencia. Y para que, según el Apóstol, todo se haga con dignidad y paz, le adjunta también el Orden. Mas para impedir que la maldición penetre en la casa –pues toda casa indisciplinada es maldita– puso como centinela en la puerta a la Disciplina.

2. Por su parte, la Esperanza encarga a la Sobriedad que salvaguarde sus derechos en su morada concupiscible, y le insiste que la parte fundamental se mantenga siempre  a su servicio. Y para que la Sobriedad pueda dirigir con su discreción la baja familia de los caprichos y placeres, la Esperanza le deja como ayuda la Discreción. A ella se juntan la Continencia, para hacer frente a la concupiscencia de la carne; la Constancia, frente a la concupiscencia de los ojos; y la Humildad, frente a la ambición del mundo. Y para que la indigencia no entrara en casa –las chácharas traen indigencia, como dice Salomón–, puso al Silencio como centinela en el umbral.

3. Pero la Caridad, que ha levantado su casa en dirección sur y mediodía, convoca a su amiga la Piedad y delega en ella todo su derecho. Lo primero que pone a su servicio es la Pureza corporal; luego los ejercicios adecuados: lecturas, meditaciones, oraciones y sentimientos espirituales. Y para impedir que entrara en casa la Miseria alterando la felicidad de sus hijos, que están ya en su séptimo año, es decir, en la perfección de la felicidad, con sus alegres juegos en la casa de la Caridad –porque son dichosos los pacíficos–, puso a la Paz en persona a la puerta como centinela. De este modo, una vez establecido el orden en sus casas, pusieron al Libre Albedrío como gobernador y ecónomo de toda la ciudad.

4. Después de organizarlo todo, vuelven a la casa del padre las hijas del rey. Y aparece en escena un enemigo que, al ver la prosperidad de la ciudad, se recome de envidia y urde asechanzas. Desea entrar. Y para eso corrompe a dos de los mejores ciudadanos: la Discreción y el buen Gobierno. E introduce a todo el ejército de su malicia a través de la puerta de la racionalidad y de las concupiscencias. Es atado con esposas de hierro y encerrado en el calabozo el gobernador de la ciudad, el Libre Albedrío; había quedado como guardián y juez de toda la ciudad, pues el dueño, al irse de viaje, llamó a sus empleados, señalándole a cada uno su tarea. Arrojan desde el alcázar de la racionalidad a todos los centinelas; y al instante, la Blasfemia se enfrente a la Fe, y arrecian las contradicciones, inquietudes, aturdimientos, con gran alboroto en todos los tonos, destruyendo las bases y reivindicando cualquier capricho; no queda nada de razón en la razón. Asesinan al centinela, la Disciplina, y ya puede entrar y salir cualquier indiscriminadamente.

5. La Lujuria se adentra como dueña en casa de la Esperanza, es decir, en el apetito sensible, y reclama todo para sí. Lo arranca del nivel superior y lo arroja en lo más vil. Entrega la Continencia a la concupiscencia de la carne, la Constancia a la concupiscencia de los ojos y la Humildad a la ambición el mundo, para que la pisen y desprecien. Desde que asesinó al centinela, el Silencio, puede entrar y salir quien quiera. Dio muerte, encarceló o desterró a la Sobriedad y a las virtudes asociadas con ella. Desde ahí se encarama al alcázar más alto de la ciudad y da muerte a la Paz, el portero y centinela de la felicidad más sublime; y entra la Miseria. Inmediatamente sube al alcázar la Soberbia como señora –porque la soberbia de los rebeldes sube siempre contra ti–; desaloja inmediatamente de allí a la Piedad y condena al exilio o a la muerte a toda la familia de la Paz y de la Piedad. Ya está libre el acceso al santuario del Señor. Los enemigos profanan, expolian y llevan a Babilonia todo lo que en él era hasta ahora santo y sólo accesible y visible a los hijos de Leví; y ofrecen vino en los vasos del templo a las concubinas del rey de Babilonia. Así conquistan y saquean toda la ciudad: Y conforme fue su gloria, así es ahora su ignominia.

6. Reina la confusión cuando el mensajero llega triste a las dueñas de la ciudad perdida. Ellas se estremecen, se arrojan a los pies del padre y le piden su ayuda. El padre lamenta y acusa de negligencia al centinela, el Libre Albedrío. Ellas insisten: «Pero, padre ¿qué puede hacer el Libre Albedrío sin la ayuda de tu gracia?» El responde: «Yo daré la Gracia; pero hay que enviar por delante al Temor. El mismo precederá a la Gracia para preparar los caminos.» Sale el Temor de la presencia del Señor; llega a la ciudad empuñando el bastón de la disciplina, y encuentra la puerta de la dificultad cerrada y asegurada con cerrojos: los de los malos hábitos. El portero insolente y malvado, la Lascivia de la carne, se acerca a la puerta, e hirviendo de hostilidad contra el Temor, lo abruma de afrentas e injurias. Pero él recobra por completo la confianza y hace saltar aquellos cerrojos, derriba las puertas de la dificultad, se lanza contra la Lascivia, y con el báculo de la disciplina, que empuñaba, lo persigue hasta matarlo. Luego enarbola sobre las puertas la bandera de la Gracia, que llega y llena de pánico a toda la ciudad. Cuando la Gracia entra en la ciudad, acompañada de todo el ejército celeste de virtudes, desaparecen los enemigos y ellas regresan a sus conocidos bastiones. La Discreción y el buen Gobierno, desengañados, se presentan inmediatamente, confiesan su culpa y piden perdón. El Libre Albedrío sale del calabozo y corre al encuentro de la Gracia, la señora, convencido que desde ahora será libre en su reino.

Se preparan las casas para las hijas del rey y se disponen las mesas oportunas. En la mesa de la Fe sirven el pan del dolor y el agua de la angustia con los demás platos de la penitencia. En la mesa de la Esperanza, el pan que da fuerzas y el aceite que embellece el rostro, con otros platos consolatorios. En la mesa de la Caridad, el pan de la vida, el vino de la alegría y todas las delicias del paraíso. Que vuelvan, coman y guarden la ciudad. Pero si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.

V Parábola de San Bernardo de Claraval.
San Bernardo de Claraval. Obras Completas. VIII Volumen. Madrid, España: Biblioteca de Autores Cristianos. 1993 p. 465-469