Introducción
Hay cuatro tentaciones, universales en la Iglesia y concretas en cada alma fiel: contrariedad, prosperidad, disimulo o hipocresía, y seducción del enemigo cuando se disfraza de mensajero de luz. Por eso está escrito: No temerás el espanto nocturno, que se aplica al alma fiel para que no tema la contrariedad. Ni la flecha que vuela de día; quiere decir que evite la vanagloria en la prosperidad, que, como una flecha sale ocultamente, hiere y mata. Ni la peste que se desliza en las tinieblas; se refiere a la traición desde las sombras del disimulo. Cree el hipócrita que realiza un negocio pingüe si con astucia y habilidad puede conmutar el bien de su consciencia, si es que lo posee, mediante una mezquina adulación u otro salario parecido. Este negocio se trafica en las sombras, en la oscuridad del disimulo. «Se desliza» porque no deja intacto ningún grado, ningún orden, ninguna persona. Respecto al ataque, debemos evitarlo y no caer en la tentación. Y frente a la peste del mediodía, tenemos que eludir las sorpresas del que suele disfrazarse de mensajero de luz para engañar a los fieles. En su disfraz se le conoce como «demonio de mediodía», por el destello del disimulo o por el ardor de la malicia, que se enciende en grado sumo cuando acomete en su última contienda. Por esto suele declararles la más feroz batalla al final de la vida.
Contra estas cuatro tentaciones hay cuatro centinelas: la Fortaleza, primer centinela en contra de la adversidad; la Templanza, segundo centinela frente a la prosperidad; la Justicia, el tercero, frente a la hipocresía; la Prudencia, el cuarto, frente al mensajero de Satanás. Sin este cuarto centinela, Jesús no viene en ayuda de sus discípulos y la nave zozobra; pero si llega, lo consideran una alucinación, a menos que la fuerza de su Espíritu aplaste al engañador. Cuando el poder de esta última tentación se afianza, a duras penas se acata el consejo de la verdad.
Estas cuatro tentaciones suelen darse, se han dado y se darán también en la Iglesia. El espanto nocturno ha sido el miedo que sintieron los mártires en las persecuciones; la flecha que vuela de día es la malicia de los herejes, que sobrevuela por toda la Iglesia en sus épocas de prosperidad; la peste que se desliza en las tinieblas aluda a este tiempo nuestro dominado por la hipocresía. Vivimos en un mundo de apariencias y vemos que la hipocresía corre y se extiende con sus máscaras y en la sombra a lo ancho de la Iglesia, para vender pura imagen o intercambiar algún bien genuino a cualquier precio mezquino: una lisonja o retribución humana. La epidemia que devasta a mediodía anuncia ya cercano el tiempo del Anticristo.
Por eso hay cuatro caballos en el Apocalipsis: el primero es blanco, es decir, delicado y sereno, y el que lo monta se lanza con aires de victoria para triunfar; en tiempos de paz se ciñe la corona de la alegría; tensa el arco de la guerra, el instrumento de la santa predicación frente a los herejes, y lanza las flechas afiladas del poderoso, las sentencias eficaces del Espíritu Santo. El segundo es rojo, es decir, sanguinolento; su jinete lleva una espada muy grande para amputar la paz de la tierra y para matar, esto es, derramar la sangre de los mártires. El tercero es negro, es decir, sombrío; su jinete es la hipocresía, que lleva una balanza de comerciante con pesas irregulares, como antes hemos indicado. El cuarto es amarillento, es decir, muy parecido a la muerte definitiva; su jinete es la muerte y su secuela el infierno. Aunque el orden esta un poco invertido, el primero fue el tiempo de la persecución. El caballo blanco es el período de paz en la Iglesia, el rojo es el de la persecución, el negro es el de la hipocresía, y el amarillento es el del Anticristo. Pero estos cuatro períodos quedarán más aclarados con la siguiente parábola.
Parábola
El hijo del rey de la Jerusalén celestial salió para reconocer los pequeños reinos de su Padre. Después de su visita regresó y le dijo: «Padre, he recorrido todos los reinos de la tierra y he observado atentamente todo lo que allí se hace. He comprobado que es cierto el grito de Sodoma que ha subido hasta ti; y los he castigado como se merecen. Pero ya es hora de pensar en mi futuro, tomar mujer y tener hijos y gobernar una familia. En el palacio del rey de Babilonia vi a una mujer que me gustaría como esposa. El rey la tiene cautiva, y para que nadie pueda reconocerla la ha vestido con harapos y andrajos». Le contestó su Padre: «Ni se te ocurra hacer tal cosa, Hijo mío único, coeterno y consubstancial conmigo. Esa mujer etíope de que me hablas no corresponde a tu estirpe ni a tu inmensidad». El hijo replicó: «He determinado casarme con ella, y no buscaré otra mujer». El Padre accedió: «Si así lo dices tú, omnipotente como yo, eterno y de idéntica naturaleza a la mía, en tu mano está liberarla de la cautividad de Babilonia y casarte con ella como lo deseas».
Al instante se presentó una incontable multitud de ángeles y de los ejércitos celestiales, dispuestos a servir al Hijo del Rey soberano en estas bodas. Pero de entre todos eligió sólo a uno, el arcángel Gabriel, y lo hizo padrino suyo. Gabriel, el escogido por el Hijo del Rey soberano, dijo: «Mira, yo soy la fuerza que buscas; si me lo mandas, la sacaré con firmeza del centro de Babilonia. Yo la voy a librar de la cautividad de Babilonia. Puedo hacerlo y estoy dispuesto». Dio entonces el Hijo del Rey eterno: «No se debe actuar así ni hacer violencia alguna al rey de Babilonia. Yo la voy a librar de la cautividad de Babilonia y me la voy a conquistar con consejos secretos y con inteligencia. Tú, Gabriel, transmitirás en secreto el misterio de mi consejo a María Virgen, de la estirpe de David; en su casa, en su alcoba, comenzará la celebración del banquete de mis bodas». El arcángel Gabriel bajó a casa de María y cumplió fielmente el encargo encomendado. Pero el que lo envió ya había venido a la Virgen antes de anunciarlo. Allí comenzó, allí se celebró el santísimo convite de las bodas.
Pero un esposo como éste, ¿se acercó a su esposa con las manos vacías? En absoluto. Le obsequió con regalos, le dio cuanto había traído. Como llegó en tiempo de invierno, primero entregó a su esposa prepa de abrigo: un manto y una pellizca hecha con piel de cordero. El manto se confecciona con lana sin causar dolor al cordero; la pellizca, en cambio, se extrae de la piel, de aquí su nombre, ocasionando un dolor terrible al cordero. El esposo es este cordero, según lo afirma la Escritura: Como cordero llevado al matadero y como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca, y en otra parte: Este es el Cordero de Dios, éste es el que quita el pecado del mundo. El Cordero hizo un manto de lana a su esposa cuando le enseñó de palabra la humildad, diciendo: Aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón. Le dio la pellizca cuando mostró a la esposa la mortificación de la carne por los ayunos, vigilias y otras mortificaciones corporales, mortificación que llevó hasta el límite en el tormento de la cruz. El manto con el que se envuelve quien lo viste significa humildad; porque la esposa de Cristo se mantiene oculta y no quiere que la conozca el mundo. La pellizca, que se hace de animales sacrificados, insinúa la mortificación de la carne. Estas prendas son para el tiempo de invierno.
En el tiempo pascual le regaló una pellizca de armiño, provista de una gola rojiza en torno al cuello, franjas sobre el pecho y muñecas del mismo color. Estas pellizcas representan a los santos predicadores, blancas porque anuncian la resurrección realizada en Cristo, y predican que todavía tiene que cumplirse en la esposa.
Cuando anuncian la pasión de Cristo, llevan una gola rojiza en torno al cuello. Pero algunos predican con los labios la pasión de Cristo, no con el corazón; de ellos dice San Pablo: Hay quienes anuncian a Cristo jugando sucio, pensando en hacer más penoso mi encarcelamiento. Conviene que cuanto expresen los labios lo sienta el corazón. Sería menos elegante la pellizca si la gola rojiza rodeara únicamente el cuello y no se extendiera en una banda hasta el pecho. Los predicadores disponen también de unas franjas que rodean sus muñecas cuando por sus obras participan de los sufrimientos de Cristo. En suma: las pellizcas de la esposa se extraen del armiño, que es blanco, para significar la alegría espiritual por la esperanza de la resurrección futura. Está provista de unas golas rojas alrededor del cuello, sobre el pecho y en las muñecas, porque la pasión de Cristo que predica con los labios la siente el corazón y la testifica con las obras.
Cristo obsequió también a su esposa en el tiempo pascual con dos cordobanes, que representan los dos Testamentos; en ellos se afianzan los afectos de la esposa, para que no se apegue a lo terreno. La continencia y la caridad se esfuerzan también con dos afectos: el primero controla su carne y el otro sus vicios. El rigor de la disciplina vigoriza la continencia de la carne, y la caridad reprime la tendencia de los vicios. Pero si estos dos cordobanes no se atan por la profesión y la obediencia, se salen de los pies. Pues vemos a muchos que practicaron la continencia de la carne por caridad o trataron de vivir según los dos Testamentos, pero como les faltó el compromiso de la obediencia y la profesión; cayeron gravemente. Son cordobanes los dos Testamentos, o la continencia y la caridad; sus cordones son la profesión y la obediencia.
Cristo regaló también a su esposa un par de guantes. Las manos de la esposa son la actividad y la contemplación. Aunque la izquierda signifique la actividad y la derecha la contemplación, como lee el texto: La mano izquierda bajo mi cabeza y me abraza con la derecha; aquí la izquierda designa la contemplación y la derecha la actividad, conforme a esta comparación; escondemos muchas veces la izquierda entre los vestidos, y para obrar sacamos con más frecuencia la derecha. Por eso el guante de la mano derecha, o de la actividad, lleva cinco apéndices, adaptados a los cinco dedos, según las cualidades de toda obra buena: recta, voluntaria, pura, discreta y firme. Recta en la intención; voluntaria si no procede del temor o de la coacción; pura si no se infiltra en su ejecución ningún aire de vanidad; discreta si no se sobrepasa; firme si persevera. La izquierda, o la contemplación,tiene también su guante, con cinco apéndices; porque la contemplación requiere cinco cosas: la consideración de los pecados y de la gehena; el menosprecio de las realidades presentes y la esperanza de las futuras; el juicio y el reino; el estado del cuerpo después de la resurrección y la glorificación; y el espíritu humano y la eternidad, que se han de unir. El que contempla, lo primero que considera es el número y la gravedad de sus pecados. Pero de nada sirve la reflexión si no se teme que pueden ocasionar el castigo del fuego; por eso hay que unir, en consecuencia, la consideración de los pecados con la meditación del fuego. Por otra parte, si se prescinde del recuerdo de los pecados al pensar en la naturaleza y la intensidad de los tormentos del infierno, quizá la mente meditaría impávida sobre el infierno, porque no le atemoriza recuerdo alguno de los pecados. Por este motivo, la mente del contemplativo relaciona el pecado con el infierno, para que ambas realidades le llenen de terror. En este espíritu atemorizado nace inmediatamente el desprecio de las realidades terrenas presentes y la esperanza de las futuras. Pero el juicio restringe a la mente para que la esperanza no se vuelva indisciplinada; porque considera que para llegar a las realidades que ha esperado tiene que pasar por ese juicio tan severo como temible. Sin embargo, el reino mitiga el dolor del juicio; por eso al juicio se une el reino a cuya luz reflexionamos lo que seremos: en primera instancia, el estado del cuerpo, que será inmortal e impasible; luego, una glorificación esplendorosa y de inefable belleza, como está escrito: Los justos brillarán como el sol.
A continuación se considera la felicidad del alma: su naturaleza y la unión con Dios; porque es lo último y el acabamiento de todo. Estos cinco puntos, que consideramos en la contemplación, se perciben a través de cinco ventanas. La ventana es un vano abierto en un muro. Tanto si el muro es continuo como si fuese ilimitado, no habría ventanas. Cristo está compuesto de la humanidad, como de un muro, y de su naturaleza divina, que luce dentro de la humanidad. Por tanto, Cristo es una ventana. Incluso podemos contar en él cinco ventanas: su encarnación, su género de vida, su doctrina, su resurrección y su ascensión.
En ellas vemos las cinco realidades que hemos referido en la contemplación. Pues la encarnación de Cristo ha descubierto a muchos los pecados y el infierno, que antes desconocían. Su género de vida enseña claramente a despreciar las cosas presentes y orientar la esperanza hacia las realidades futuras. Su doctrina afronta repetidas veces el juicio y el reino. Su resurrección ha mostrado el estado del cuerpo y la glorificación; porque como es él mismo, así serán los demás según su capacidad. La ascensión nos revela, aunque no del todo claro, cómo nuestro espíritu se unirá con Dios. Porque, ¿cómo fue posible que aquel hombre, sin ningún medio, sin apoyo de ninguna criatura, pudiera elevarse e ir al cielo sino por la divinidad a la que estaba unido?
La esposa lleva guantes en la mano derecha de la actividad, si su trabajo es recto, voluntario, puro, discreto y firme; y en la mano izquierda de la contemplación, si ante todo considera los pecados y el fuego, el desprecio de las cosas presentes y la esperanza de las futuras, el juicio y el reino, el estado del cuerpo y la glorificación y finalmente la unión de nuestro espíritu con Dios.
Cuando Cristo subido a los cielos realizó todo esto en su esposa, encargó a los apóstoles que la guardaran y les ordenó que no marcharan de Jerusalén hasta que estuvieran revestidos de la fuerza de lo alto. A los diez días, en ese mismo día, es decir en Pentecostés, envió desde el Cielo un ejército muy poderoso y fuerte, el Espíritu Santo, que trajo para ellos la paz, el gozo y los demás frutos del Espíritu que enumera el Apóstol. Con ellos se volvieron perseverantes y atacaron las líneas enemigas. En un solo día Pedro convirtió cinco mil del judaísmo a Cristo y otro día tres mil. Ante tales hazañas exclamaron los apóstoles: «Dios no quiere que nuestra señora, la esposa de Cristo, camine más a pie. Busquémosle un animal que la lleve con más rapidez y dignidad adonde tenga que ir. Pero que no sea caballo, porque es el animal de la soberbia y de la discordia; ni asno, porque es necio e inmundo; sea una mula, que avanza estable y sin tardanza». Se entrega la mula a la esposa, porque el pueblo se ha convertido a la fe desde el judaísmo y la gentilidad. Como la mula nace de dos animales de diversa especie, igualmente la Iglesia primitiva está formada de distintos pueblos, judíos y gentiles, o de presuntuosos y desesperados. Cristo curó de modo admirable a los que padecían distintas y contrarias enfermedades con un solo remedio, su cruz. Son presuntuosos y desesperados los que dicen todavía: «Estoy contento con lo mío», y «a nadie he quitado nada con violencia», y otras frases parecidas, como «¿Qué es lo que me lleva a desesperar de la vida o provocarme el miedo al fuego eterno?» Si todos ellos piensan que Cristo, a pesar de no haber cometido pecado, ni haberle encontrado mentira en su boca, terminó su vida con una muerte ignominiosa, en la cruz, abandonarán su soberbia y el temor les incitará a convertirse a la humildad y compartir los sufrimientos de Cristo. Hay quienes se hallan manchados por crímenes tan numerosos y enormes, que desconfían del perdón; pero si consideran que Cristo sufrió no por sí mismo, sino por los pecadores, recobrarán la confianza y se curarán de su desesperación. Por tanto, Cristo cura con sus cruz a los presuntuosos, porque sufrió siendo inocente, y a los desesperados, porque soportó todo por los pecadores.
La Iglesia, formada por estos tipos diversos de pecadores, es la mula que los apóstoles aparejan para la esposa. En ellos reposa y avanza por ellos a todas partes. Le dan una espuela, el amor del esposo, por el que estimula a los suyos a progresar. También le dan un látigo, el del temor, para que azote por detrás, porque se angustian de las iniquidades que han cometido. Cuando la Iglesia santa se ha multiplicado y extendido, los apóstoles, que ya han concluido el certamen de su combate, pasan de esta vida y la confían a los mártires para que la dirijan. Estos luchan valerosamente por ella, y cuando derramaban su sangre defendiéndola, decían: «Si los apóstoles regalaron a nuestra señora una mula, es razonable que nosotros contribuyamos en algo para sus guarniciones y adornos. Como ya aprieta el calor y no se puede llevar ropa gruesa, le haremos algo nuevo, digno y ligero: un manto de colores recubierto con púrpura encendida». Este manto lo forman los mártires santos junto con algunas vírgenes, simbolizadas en el blanco de diversos matices, y unos pocos viudos y casados, representados en los colores matizados. Resalta el rojo, porque asesinados por Cristo quedan rociados de su sangre. Todos gobernaron, guiaron y acrecentaron valerosamente a la Iglesia en su tiempo.
Al desaparecer ellos, le sucedieron santos doctores e incomparables confesores como Ambrosio, Hilario y Agustín. Y cuando el diablo advirtió que en una guerra abierta contra la Iglesia en tiempo de los apóstoles y de los mártires, sus maquinaciones y esfuerzos no le sirvieron de nada, sino que las tribulaciones habían hecho crecer y progresar a la Iglesia, recurre a otras persecuciones ocultas y engañosas; intenta seducir a algunos de sus miembros para llevar a cabo los planes de su malicia de una manera tan eficaz como solapada. Adiestra sus artilugios a Arrio, Pelagio, Fotino y otros semejantes que, disimulando ser ministros de Cristo, llevan muy de lejos fuera del camino a su esposa. Cuando los santos doctores caen en la cuenta, salen a su encuentro, disputan abiertamente, confunden a los herejes y hacen volver a su señora al sendero de la verdad. Pero como al atravesar de regreso los desiertos de Arrio y los extravíos de Pelagio se deterioran sus vestiduras, le entregan una clámide se Samit, es decir, engalanan su vida honrosa con honestas costumbres. Mirad, ya está vencido el enemigo de las persecuciones manifiestas y de las seducciones ocultas de los herejes; ahora avanza la esposa sin obstáculos en su camino, seguida de una inmensa comitiva.
Sin embargo, la serpiente deslizante intenta despojarla de nuevo; y como no lo consigue en el camino mismo, prepara sus trampas en su vera. Allí alza sus tiendas y asienta a sus banqueros para exponer mucha plata y oro; coloca también a los comerciantes de tejidos con abundante y variado surtido de prendas; en otro lugar establece a vendedores de alimentos; en otro sitúa las tabernas, que ofrecen sus vinos y todo género de bebidas; levanta arcos de triunfo para los que cifran su gloria en la ostentación mundana; exhibe las danzas de los jóvenes con todos los incentivos sensuales. Pero el sabio avanza con la esposa, se une a ella, porque sigue el camino verdadero. Los necios y los perversos dejan ese camino y matan el tiempo en las tabernas del diablo sin volver nunca más a la esposa. Realmente son muchos los que abandonan el camino y pierden el tiempo en las tabernas del diablo. Cualquiera que se aficione a la plata o quede cautivado por el esplendor del oro, y prefiera estas cosas más que Cristo, se detiene en las tabernas del diablo. Lo mismo ocurre al que se deleita con vestidos preciosos y en banquetes espléndidos, con vinos de solera, mujeres, diversiones y demás encantos del siglo, y antepone todo es a Cristo; ése está en las tiendas del diablo. No sé qué decir de aquellos cuyo deber es dirigir la Iglesia de Dios y, cuando salen al camino, admiran todo lo que ofrecen las tiendas del diablo. Se fijan en todo y todo lo desean; pero no disponen de medios para adquirirlo, y desgarran los vestidos de la esposa, empeñándolos torpemente para satisfacer sus bajos deseos. Así, hecha jirones, apenas le queda algo del manto para poder soportar todo esto, a no ser un puñado de monjes, unos cuantos canónigos regulares y casi nadie más entre los restantes estados de personas.
VI Parábola de San Bernardo de Claraval.
San Bernardo de Claraval. Obras Completas. VIII Volumen. Madrid, España: Biblioteca de Autores Cristianos. 1993 p. 471-485