lunes, 2 de noviembre de 2015

Las tres hijas del rey

1. Un rey noble y poderoso tenía tres hijas: Fe, Esperanza y Caridad. Y les confió una importante ciudad, el alma humana, con tres alcázares: el apetito racional, el concupiscible y el irascible. Cada hija ocupaba su alcázar correspondiente: la Fe, el primero; la Esperanza, el segundo; la Caridad, el tercero. Encomendó a la Fe la responsabilidad sobre el apetito racional, porque la fe no tiene mérito si la razón humana le facilita la prueba de la experiencia. A la Esperanza la del apetito concupiscible, porque no está permitido codiciar lo que vemos, sino lo que esperamos, y la esperanza de lo que se ve, ya no es esperanza. A la Caridad, la del apetito irascible, como un ardor se impone a otro, para que el ardor de la virtud supere al ardor de la naturaleza; mejor aún: para que el ardor natural llegue a consumirse por el ardor de la virtud.

Nada más entrar las hijas en sus respectivos alcázares, comienzan a ordenarlos y administrarlos, según sus capacidades. La Fe pone a la Prudencia como centinela en su casa de la racionalidad, para que se mantenga en ella su derecho y encauce a la razón según las normas y límites establecidos por la misma Fe. Sin embargo, para facilitar la administración y la buena dirección de la baja familia de las obras y de los sentidos, le da como asistente la Capacidad de Gobierno. Y con el fin de desenvolverse con tranquilidad en la casa, le agrega la Obediencia. Y a su vez, para que la Obediencia tuviera mayor facilidad y aguante en las obras y en el trabajo, le añade la Paciencia. Y para que, según el Apóstol, todo se haga con dignidad y paz, le adjunta también el Orden. Mas para impedir que la maldición penetre en la casa –pues toda casa indisciplinada es maldita– puso como centinela en la puerta a la Disciplina.

2. Por su parte, la Esperanza encarga a la Sobriedad que salvaguarde sus derechos en su morada concupiscible, y le insiste que la parte fundamental se mantenga siempre  a su servicio. Y para que la Sobriedad pueda dirigir con su discreción la baja familia de los caprichos y placeres, la Esperanza le deja como ayuda la Discreción. A ella se juntan la Continencia, para hacer frente a la concupiscencia de la carne; la Constancia, frente a la concupiscencia de los ojos; y la Humildad, frente a la ambición del mundo. Y para que la indigencia no entrara en casa –las chácharas traen indigencia, como dice Salomón–, puso al Silencio como centinela en el umbral.

3. Pero la Caridad, que ha levantado su casa en dirección sur y mediodía, convoca a su amiga la Piedad y delega en ella todo su derecho. Lo primero que pone a su servicio es la Pureza corporal; luego los ejercicios adecuados: lecturas, meditaciones, oraciones y sentimientos espirituales. Y para impedir que entrara en casa la Miseria alterando la felicidad de sus hijos, que están ya en su séptimo año, es decir, en la perfección de la felicidad, con sus alegres juegos en la casa de la Caridad –porque son dichosos los pacíficos–, puso a la Paz en persona a la puerta como centinela. De este modo, una vez establecido el orden en sus casas, pusieron al Libre Albedrío como gobernador y ecónomo de toda la ciudad.

4. Después de organizarlo todo, vuelven a la casa del padre las hijas del rey. Y aparece en escena un enemigo que, al ver la prosperidad de la ciudad, se recome de envidia y urde asechanzas. Desea entrar. Y para eso corrompe a dos de los mejores ciudadanos: la Discreción y el buen Gobierno. E introduce a todo el ejército de su malicia a través de la puerta de la racionalidad y de las concupiscencias. Es atado con esposas de hierro y encerrado en el calabozo el gobernador de la ciudad, el Libre Albedrío; había quedado como guardián y juez de toda la ciudad, pues el dueño, al irse de viaje, llamó a sus empleados, señalándole a cada uno su tarea. Arrojan desde el alcázar de la racionalidad a todos los centinelas; y al instante, la Blasfemia se enfrente a la Fe, y arrecian las contradicciones, inquietudes, aturdimientos, con gran alboroto en todos los tonos, destruyendo las bases y reivindicando cualquier capricho; no queda nada de razón en la razón. Asesinan al centinela, la Disciplina, y ya puede entrar y salir cualquier indiscriminadamente.

5. La Lujuria se adentra como dueña en casa de la Esperanza, es decir, en el apetito sensible, y reclama todo para sí. Lo arranca del nivel superior y lo arroja en lo más vil. Entrega la Continencia a la concupiscencia de la carne, la Constancia a la concupiscencia de los ojos y la Humildad a la ambición el mundo, para que la pisen y desprecien. Desde que asesinó al centinela, el Silencio, puede entrar y salir quien quiera. Dio muerte, encarceló o desterró a la Sobriedad y a las virtudes asociadas con ella. Desde ahí se encarama al alcázar más alto de la ciudad y da muerte a la Paz, el portero y centinela de la felicidad más sublime; y entra la Miseria. Inmediatamente sube al alcázar la Soberbia como señora –porque la soberbia de los rebeldes sube siempre contra ti–; desaloja inmediatamente de allí a la Piedad y condena al exilio o a la muerte a toda la familia de la Paz y de la Piedad. Ya está libre el acceso al santuario del Señor. Los enemigos profanan, expolian y llevan a Babilonia todo lo que en él era hasta ahora santo y sólo accesible y visible a los hijos de Leví; y ofrecen vino en los vasos del templo a las concubinas del rey de Babilonia. Así conquistan y saquean toda la ciudad: Y conforme fue su gloria, así es ahora su ignominia.

6. Reina la confusión cuando el mensajero llega triste a las dueñas de la ciudad perdida. Ellas se estremecen, se arrojan a los pies del padre y le piden su ayuda. El padre lamenta y acusa de negligencia al centinela, el Libre Albedrío. Ellas insisten: «Pero, padre ¿qué puede hacer el Libre Albedrío sin la ayuda de tu gracia?» El responde: «Yo daré la Gracia; pero hay que enviar por delante al Temor. El mismo precederá a la Gracia para preparar los caminos.» Sale el Temor de la presencia del Señor; llega a la ciudad empuñando el bastón de la disciplina, y encuentra la puerta de la dificultad cerrada y asegurada con cerrojos: los de los malos hábitos. El portero insolente y malvado, la Lascivia de la carne, se acerca a la puerta, e hirviendo de hostilidad contra el Temor, lo abruma de afrentas e injurias. Pero él recobra por completo la confianza y hace saltar aquellos cerrojos, derriba las puertas de la dificultad, se lanza contra la Lascivia, y con el báculo de la disciplina, que empuñaba, lo persigue hasta matarlo. Luego enarbola sobre las puertas la bandera de la Gracia, que llega y llena de pánico a toda la ciudad. Cuando la Gracia entra en la ciudad, acompañada de todo el ejército celeste de virtudes, desaparecen los enemigos y ellas regresan a sus conocidos bastiones. La Discreción y el buen Gobierno, desengañados, se presentan inmediatamente, confiesan su culpa y piden perdón. El Libre Albedrío sale del calabozo y corre al encuentro de la Gracia, la señora, convencido que desde ahora será libre en su reino.

Se preparan las casas para las hijas del rey y se disponen las mesas oportunas. En la mesa de la Fe sirven el pan del dolor y el agua de la angustia con los demás platos de la penitencia. En la mesa de la Esperanza, el pan que da fuerzas y el aceite que embellece el rostro, con otros platos consolatorios. En la mesa de la Caridad, el pan de la vida, el vino de la alegría y todas las delicias del paraíso. Que vuelvan, coman y guarden la ciudad. Pero si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.

V Parábola de San Bernardo de Claraval.
San Bernardo de Claraval. Obras Completas. VIII Volumen. Madrid, España: Biblioteca de Autores Cristianos. 1993 p. 465-469

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